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domingo, 9 de junio de 2013

Un Vinotinto En Sídney

   Hacia falta, ya era necesario, inconscientemente lo estábamos pidiendo con signos de exclamación: Los partidos de la selección de fútbol nacional. Esos jugadores que orgullosamente representan a treinta millones de venezolanos, los noventa minutos que logran que un país entero entone el himno nacional, la camiseta que une todas las diferencias en un solo color: Vinotinto.

   Aunque parezca falso, este equipo es capaz de encontrar la paz y la unión de todo un país. Por lo menos por noventa minutos. Yo estoy totalmente exhausto de entrar a cualquier lugar y que el primer tema de conversación sean los problemas de Venezuela. Que si Maduro se reviso el corazón con un "telescopio", que si Capriles se fue a Colombia o incluso comentarios sobre la libertad de la juez Afiuni. Es necesario e interesante discutir estos inconvenientes que nos torturan a diario, pero de vez en cuando se hace indispensable para la salud escaparse a ver cómo sigue el tobillo de Greivis Vasquez, cuantas bocas ha callado Miguel Cabrera y, por supuesto, alentar a nuestra Vinotinto para poder verlos jugar en el mundial del próximo año.

   El martes, diez de junio juega esa Vinotinto en el CTE Cachamay. El viernes siete, se vendieron las entradas. Fila interminable, kilómetros de personas con camisas alusivas al equipo, toldos, sillas, ron y resaca. Mucha resaca. El furor de estos partidos logra que miles de venezolanos -incluyéndome- acampen o vayan a las cinco de la mañana a convertirse en un número más, solo para poder adquirir su entrada. Allí estaba yo. Con un par de manzanas como desayuno y las ganas de gritar "¡Vamos Vinotinto!" en la garganta. A pesar de que llegue muy temprano, estaba a casi un kilómetro del punto de venta.

   Mínimo doce horas estaría allí, se me hace vital conversar con alguien. Yo no funciono estando callado, la necesidad de darle practica a mi castellano es exagerada y abundante. Adelante de mi estaba una señora, noto que lleva unas tres décadas y media encima. Coloca una sonrisa como quien cuenta un chiste y con una mirada llena de confianza y picardia me dice: "Prefiero hacer esta cola, que la cola para comprar harina. Esta dura menos." Inevitable. Este tema esta en todos lados, en todas partes. No deja de ser protagonista de esta novela llamada Venezuela.

   El comentario me dio mucha risa, pero no quise darle cuerda a la conversación, el objetivo de estar allí es, sin duda, escapar de los aturdidores problemas y conversaciones cotidianas. Unos minutos después llega un señor con una gran mochila, tenia cabello largo, era gordo y llevaba una camisa de Australia. Pasan las horas y la fila empieza a avanzar, pero a paso de tortuga. Me mantenía entretenido pensar: "¿Por qué este hombre lleva una camisa de Australia para comprar unas entradas del juego de la Vinotinto?" Luego de un par de horas no aguante la curiosidad. Le pregunte.

   "En Australia no encontré una camisa de la Vinotinto de mi talla" Para mi sorpresa este hombre acababa de llegar de Sídney. Empece a hacerle una ronda de preguntas, y él, como todo venezolano aburrido, empezó a hablar como si nos conociéramos de toda la vida.

   "Llevaba tres años en Sídney, vine porque siento una deuda con mi país. Me fui como un cobarde, ocultando mi cédula y mis costumbres que tanto extraño... pero siéndote sincero ya me quiero ir. Llegando me robaron mi maleta, casi me quitan un ojo de la cara por un café y luego, lo peor, un periódico me arrebato las ganas de quedarme en Venezuela. Cuando un venezolano llega a Australia lo primero que nos preguntan es por Chávez y por la belleza de nuestras mujeres, con mucha cortesía y respeto. En Australia la inseguridad es un termino inexistente, todos son cordiales, honestos y solidarios, nadie trata de creerse más vivo que otro. Bueno, solo yo, a veces. No se puede emigrar de los genes." - Dijo el señor con un tono triste y evasivo.

   "No se puede emigrar de los genes" Esa frase se estaciono en mi mente y me hizo deducir que así pasen mil años el venezolano, seguirá actuando como venezolano. Era difícil demostrar lo contrario cuando ves a tu alrededor más de un kilómetro repleto de botellas de ron y cerveza.

   Se hacen las doce del medio día. Se escucha "Gloria Al Bravo Pueblo" en la radio de un carro. La señora de las tres décadas y media desaparece y yo intento convencer al vinotinto de Sídney de que las cosas están mal, pero van a mejorar. Soy extremadamente positivo e insistente y después de varias horas en la cola, una fuerte lluvia y un hartazgo de palabras, logre inculcar en el vinotinto de Sídney las palabras que yo mismo necesitaba para darme esperanzas sobre el futuro del país.

   Me sentía muy bien, como si hubiera ganado un premio. Otro venezolano que toma consciencia y decide poner su grano de arena para sacar adelante al país, orgulloso de mi hazaña volví a concentrarme en la fila y note que faltaban por lo menos cuatro horas más de espera. En un momento me distraigo mirando hacia la taquilla que a penas se alcanzaba a ver y noto a lo lejos a la señora de las tres décadas y media. Le estaban entregando unas entradas mientras ella coqueteaba con el guardia de seguridad, entonces es aquí donde una pregunta empieza a gritar en mi mente: ¿Cómo va a dejar de emigrar la Vinotinto, si el país no deja de colearse?

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